Aedo rioplatense,  reunió en el tango una paleta de tonos que integran  los tres grandes géneros de la antigüedad (épico, lírico, y dramático). 

 Pensar a Horacio Ferrer como un aedo supone la necesaria aclaración de que el aedo era mucho más que una figura respetada por su calidad poética, antes bien se lo veneraba por ser el escolta más probo de la tradición de la que era síntesis, y a la vez profeta. Horacio Ferrer, desborda, desde luego, esta y cualquier otra categoría que intente confinarlo en un marco, justamente su obra se caracteriza por des-enmarcarse de toda moldura o acto de  acotamiento, sin embargo, su función se parece notablemente a la de los aedos que,  por razón de su canto épico,  se consagraban gozosamente a entrelazar la poesía con la historia. Toda escritura en Horacio Ferrer -incluso la que persigue una finalidad escolástica- está dominada por el fenómeno de su plasticidad poética. Esta cualidad rebosa el contorno de la palabra escrita y  se revela en su habla coloquial, desconociendo cualquier tipo de frontera capaz de separar el lenguaje lírico en toda su proyección estética de otro más restringido a fórmulas coloquiales o de uso común. Al pensarlo como un aedo moderno y rioplatense,  resulta evidente  señalar que la épica de su canto nace de la tradición del tango, fuente de todas sus inquietudes culturales.  La escritura de Ferrer es el eco de una oralidad poética que anega su prosa, como es posible constatar en las crónicas de  “El tango su historia y evolución”, “El libro del Tango”, “El Siglo de Oro del Tango”, “La Epopeya del Tango Cantado”, en sus esbozos biográficos, en la vibración magnética de sus conferencias y,  también,  en sus cronicones canyengues, esos hechiceros escritos periodísticos publicados en el diario “El País” de Montevideo firmados ya sea con su nombre o con sus ingeniosos seudónimos: Luiggín de la Batería y  Fray Milonga. 

Extracto del libro "La palabra prendida" de Gustavo Provitina